Los católicos reciben con esperanza la elección de León XIV. Esperanza porque un hijo de San Agustín, que vivió tiempos de incertidumbre y declive, se sienta en el trono de Pedro para enfrentar un mundo convulso y en decadencia. Esperanza porque, en tiempos de confusión, el Papado es una roca fuerte y firme que promueve la misma fe desde hace dos mil años, una fe que no pasará según afirmó su fundador.
La construcción de la ciudad de Dios, basada en esa fe, fue proclamada por San Agustín, un santo que conoció el mundo y supo cambiarlo con su propia vida. La vida de San Agustín es la prueba de que la gracia y la libertad son las claves arquitectónicas de la Ciudad de Dios. Las “Confesiones” de San Agustín son un canto de esperanza para todos aquellos que creen que la conversión es posible, incluso en los momentos más increíbles (“Toma y lee”). Hay cosas que no podemos entender pero son precisamente esos hechos los que nos demuestran que en la Iglesia Católica, en la barca de Pedro, aunque parezca que Cristo duerme, Él está vigilando, Él está atento, esperando una respuesta libre de nuestra fe. Ese misterio inmenso, esa libertad que está en el centro de nuestras almas, permite que la Iglesia viva una historia que es siempre nueva, por estar enraizada en un Amor con mayúsculas que solo sabe perdonar.
Por eso el pontificado de León XIV debe verse con esperanza, porque nuestra esperanza está basada en un Dios que está vivo y camina con nosotros. San Agustín lo señala una y otra vez en sus escritos, y cómo a sucedió en su vida, la Iglesia ha recibido mucho más de lo que había estado pidiendo. El nuevo papa es un signo de eso por lo que hemos estado rezando: la unidad de la Ciudad de Dios.