Javier Milei ha sido capaz de remover los cimientos y trastocar el monótono y predecible orden impuesto por la decadente política argentina. Milei, el apóstol del libertarianismo que aspira a convertirse -como figura en el artículo 99 de la Constitución de la Nación Argentina- en el jefe supremo de la nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país, es un político que se diferencia de sus competidores electorales por su rechazo al nocivo progresismo, su condena a la actitud parasitaria de la ineficiente burocracia y su manera de expresar libremente sus ideas sin temor. Esto último, le ha dado ese “grado de inconfundibilidad”: podría decirse que, cuando se enfrenta a periodistas y adversarios, su fisonomía adquiere la misma forma que toma don Gonzalo de Ulloa ante don Juan Tenorio. Pero, ¿cuál es el fundamento de la irascibilidad de Milei? Leyes tributarias excesivas, una oferta laboral dinamitada, un aumento del aparato burocrático estatal que ha llegado a adquirir las proporciones de un estado elefantiásico, el desprecio por la vida desde el seno materno, la enceguecida defensa del marxismo, etc. Comentaba Escrivá de Balaguer la parábola del trigo y la cizaña que plantea el problema de la coexistencia del bien y del mal: “Está claro, el campo es fértil y la simiente es buena, pero después puede aparecer la cizaña”. Reflexión que puede asociarse a un país que ha dado mentes admirables -José Hernández, Jorge Luis Borges, José Ingenieros, el padre Leonardo Castellani y más recientemente, Antonio Caponnetto, el jesuita Alfredo Sáenz, monseñor Aguer, Alberto Buela y Ángel Faretta-, y que no merece seguir desangrándose por culpa de políticos incapaces.