Es una lástima que la corrupción no dé tregua ni en tiempos tan delicados como los actuales. Los robos por sobrevaluación de insumos médicos operativizados por funcionarios públicos inescrupulosos, mientras ciudadanos peruanos mueren por la pandemia, no tienen nombre. Y es que se ha institucionalizado esa corrupción. La corrupción tiene múltiples aristas para ser estudiada. Normalmente, el enfoque jurídico y el moral son prevalecientes. En esta línea de ideas, toda corrupción se suele analizar desde la óptica de los conflictos de interés, porque el comportamiento corrupto siempre termina, de una u otra forma, involucrando ese tipo de conflicto. Tomando pie en la definición de la principal organización anti-corrupción del mundo, Transparencia Internacional, esta organización la define como “el abuso del poder confiado para beneficio privado”. La corrupción política, a su vez, es definida por dicha entidad como la “manipulación de políticas, instituciones y reglas de procedimiento en la asignación de recursos y financiamiento por parte de los tomadores de decisiones políticas, quienes abusan de su posición para mantener su poder, estatus y riqueza”. Lo terrible es que la corrupción tiende al auto-reforzamiento. Crea redes de complicidad que tienen a extenderse y a perpetuarse. Y mientras más se profundizan ambos procesos, tiende a institucionalizarse. En adición, la corrupción sirve de bálsamo para otros delitos. Las prácticas corruptivas muchas veces se constituyen en elementos delictivos que estabilizan, viabilizan y ocultan otras conductas criminales. Es decir, hacen posible que otros delitos ocurran, delitos que sin el “apoyo” de la corrupción no solo no pudrían llevarse a cabo, sino que además no serían tan rentables por sí solos. Y podemos añadir factores culturales propios de algunas sociedades, como la nuestra, evidentemente proclive a las prácticas corruptivas. La salida no es fácil. Menudo problema.

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