El ingreso de Martín Vizcarra al penal de Barbadillo, donde ya purgan prisión otros expresidentes como Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Castillo, es un episodio más en la larga lista de deshonras que arrastra nuestra clase política. Que un nuevo exmandatario pase de Palacio de Gobierno a una celda no sorprende; lo que duele es la confirmación de que la corrupción se ha instalado como un patrón casi inevitable en la cúspide del poder peruano.

El juez Jorge Chávez Tamariz declaró fundado el pedido de prisión preventiva contra Vizcarra y dictaminó que cumpla cinco meses de reclusión mientras se desarrollan las investigaciones por la presunta recepción de una coima durante su gestión como gobernador regional de Moquegua. Este plazo coincide con la expectativa de que en ese lapso se emita sentencia en los casos Lomas de Ilo y Hospital Regional, en los que podría recibir hasta 15 años de cárcel.

Lejos de mostrar respeto por el proceso, Vizcarra buscó politizar su situación judicial, presentándose como víctima de una persecución.

El problema de fondo es más profundo que la caída de un expresidente. La reiteración de casos similares apunta a un sistema político enfermo, donde la impunidad y la falta de filtros éticos permiten que figuras con serias sombras en su historial lleguen a la más alta magistratura. La justicia, aunque actúe tarde, termina desenmascarando a quienes confundieron el poder con una patente de corso para enriquecerse.