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Hay medios, personajes y entes que representan la esencia del antifujimorismo más furibundo. Esos que llaman “banda gansteril”, “mafia” y “cloaca” al partido que es mayoría en el Congreso y que ahora advierten una sed revanchista de esta agrupación por la cuestión de confianza y señalan que no tardará en saciar. En ese grupo de periodistas, programas de TV, caricaturistas monotemáticos y tuiteros empedernidos, en ese mundillo de fanáticos ensimismados, hay seres envilecidos con un denominador común: el odio al fujimorismo. Lo sindican, desde un análisis que no admite el susurro de un disentimiento, como el origen de todos los males que condenan al país y a la sociedad a lo largo de su historia, y combaten su presencia con un afán descalificador, negándole la posibilidad de subsistir, tener poder o aspirar a ser gobierno. Lo insultan, lo agreden, lo conminan, y consideran que los yerros y fraudes de su pasado no solo sobreviven sino que se han repotenciado. Para ese segmento, el fujimorismo debería morir, son una lacra despreciable, los émulos de “Caracol” y “Gringasho” en la política, el cáncer de la democracia, y su único objetivo es apanarlo, vapulearlo y dedicarle portada tras portada, columna tras columna, caricatura tras caricatura. Admitir su convivencia es como aceptar a una serpiente y esperar que escupa su veneno. En su vehemente objetivo, no reparan en que hay un partido inscrito, unos derechos adquiridos en las urnas, unas mayorías -o minorías- a las que hay que criticar, como a todos, pero sin ese perturbador afán por la demolición y, sobre todo, sin los mismos métodos que achacan a sus inquisidores: la constante dictadura de la intransigencia y la marginación, la antidemocrática postura de rechazar su existencia. No se debe combatir al enemigo con lo que creemos que son sus desaciertos y terminar, inevitablemente, pareciéndonos a ellos. 

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