La Encíclica Dignitas Infinitas explora un concepto fundamental desde múltiples perspectivas: ontológica, moral, social y existencial. La dignidad ontológica del ser humano es intrínseca y nunca se pierde, sin importar las circunstancias. Es una dignidad infinita, que permanece intacta incluso en situaciones de grave sufrimiento individual, social o material. En contraste, la dignidad moral se refiere a las acciones y conductas de una persona, ejercidas mediante su libertad. En ese caso, la dignidad puede verse comprometida por actos conscientes como mentir, robar o matar. La dignidad social, por su parte, está relacionada con las condiciones materiales y las desigualdades dentro de una comunidad política, abarcando aspectos esenciales para la subsistencia y el bienestar económico.
La dignidad existencial, en cambio, se manifiesta cuando, pese a tener cubiertas sus necesidades básicas, una persona enfrenta circunstancias que le impiden disfrutar de una plena calidad de vida. A pesar de estas diferencias, la Encíclica subraya que la dignidad ontológica es inmutable y no puede ser disminuida por ninguna adversidad. La Encíclica advierte que es un error calificar una condición o circunstancia grave como “indigna”. La dignidad humana no se reduce a la mera satisfacción de deseos subjetivos ni se mide por estándares personalistas de bienestar psicológico o físico. El derecho no regula sentimientos, y el sufrimiento no priva a la persona enferma de su dignidad intrínseca, inalienable e infinita. Por tanto, es un uso impropio del concepto de “indigno” cuando se aplica en contextos que desafían el derecho a la vida.