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Esta es una de las semanas más infelices para el mundo. Ganan el odio, el racismo, la intolerancia, la misoginia y la xenofobia. Se imponen los sexistas, los intolerantes y los extremistas. Celebran Marine Le Pen y sus neonazis europeos. Resucitan Benito Mussolini, Adolf Hitler, Francisco Franco y el Ku Klux Klan; presurosos darán su última gran batalla, listos a no sucumbir a una segunda muerte, pues Estados Unidos los ha resucitado sin fecha de caducidad. La política de los últimos 240 años se vuelve una quimera, una timba, un anexo de la Asociación Nacional del Rifle. Millones de atemorizados estadounidenses hicieron caer los servidores de la web del gobierno canadiense, la noche del martes, cuando se supo del triunfo de Donald Trump. Millones piensan migrar más al norte. Llega al gobierno con el 30% del voto latino; así haya jurado muro, persecución y destierro para 11 millones de latinos. Estudiantes han salido a marchar. “He’s not my president” es el nombre de las movilizaciones en Chicago, Nueva York, Seattle y Filadelfia. Hay temor en las dos costas de los Estados Unidos; hay sabor a revancha en Texas, Oklahoma y todo el centro del Imperio. Un amigo peruano, afincado en Virginia, me da la ecuación para entender esto: odio blanco + indiferencia de las minorías + pasividad ciudadana = Trump.

Todo el pánico se sustenta en la bosta que el multimillonario ha sembrado en campaña. Será la robusta institucionalidad estadounidense, el Congreso y la Corte Suprema, aquel contrapeso que evitará los desbordes de este lunático. Con su triunfo, es el fin del mundo tal y como lo conocemos.

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