El Poder Ejecutivo ha dado muestras elocuentes de su interés en que el expresidente Alejandro Toledo rinda cuentas a la justicia. Las comunicaciones con Israel y Estados Unidos, el trámite con Interpol y la recompensa del Ministerio del Interior son medidas que creyó conveniente gestionar, como se hizo antes con Rodolfo Orellana y que el gobierno de Ollanta Humala evitó por todos los medios con Martín Belaunde Lossio. ¿Qué hubiese pasado si el régimen de PPK simplemente se cruzaba de manos? Pues se hubiese interpretado que su inacción es un síntoma de complacencia y su dejadez, un nivel de complicidad con alguien a quien el Presidente tuvo de jefe en dos ocasiones. Además, se habría considerado que a PPK no le conviene un Toledo en el Perú porque podría denunciar actos que lo compliquen judicialmente. La actitud de Kuczynski muestra todo lo contrario: que no tiene nada que temer y que para las bravatas de Eliane Karp y los exabruptos de Toledo tiene un blindaje acorde con los estándares éticos de su conciencia. La persecución política no tiene relación con los esfuerzos de un Estado por poner a un prófugo a disposición del juez, sino con inventarle delitos a través de una justicia secuestrada y buscar sacarlo del juego democrático porque su presencia aturde, incomoda y es un obstáculo para los estropicios que se busca cometer desde el poder. ¿Un ejemplo? El caso de Leopoldo López en Venezuela. Y Alejandro Toledo está muy lejos de eso.

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