En una gélida amanecida de junio en 1986, mi compañero y yo, a bordo del patrullero P-525-L, nos encontrábamos de servicio en el puente Atocongo, en la Panamericana Sur, durante el toque de queda.
La ciudad sufría los embates de la violencia terrorista por parte de Sendero Luminoso y el MRTA, y pese a la nula circulación de personas y vehículos, nos manteníamos en un estado de alerta permanente.
De pronto, un ciudadano se acercó tímidamente y nos contó que su esposa estaba en labor de parto y necesitaba ayuda. Sin dudarlo, lo llevamos en nuestro patrullero hasta su humilde vivienda. En el lugar nos encontramos con la novedad que el bebé estaba en camino. Teníamos que actuar de inmediato.
En un ambiente precario, iluminado por una vela, con nuestra experiencia solo teórica en partos, auxiliamos a la madre. En medio de la tensión y la emoción, trajimos una nueva vida al mundo con nuestras manos.
Cortamos el cordón umbilical, limpiamos al bebé y lo envolvimos en mi abrigo. A pesar de la negativa de los padres, insistimos en llevarlos al Hospital de Emergencias Casimiro Ulloa, en San Antonio, donde un médico confirmó, para nuestra tranquilidad, que el recién nacido estaba en perfectas condiciones.
Algunos días después salí rumbo a mi nuevo destino en la zona de emergencia del Alto Huallaga, a experimentar el otro lado de la medalla; pero llevando en mi memoria este buen recuerdo de aquella noche en que, en medio de la adversidad, fuimos instrumentos de vida.