Por segunda vez, en menos de una semana, dedico mi columna a la FIFA. Resulta interesante en el análisis de las relaciones internacionales lo que viene sucediendo alrededor de esta asociación internacional de fútbol a la que están incorporados prácticamente todos los estados de la ONU que suman 193. En el marco de sus seis confederaciones están afiliadas a la FIFA 209 federaciones del mundo entero, lo que supera al propio número de países que existen en el globo. Su importancia es tal, que por los actos de corrupción desatados, Estados Unidos y Rusia han externalizado sus diferencias sobre la asociación internacional. Washington, junto a Londres y París, persiguiendo a los dirigentes de la FIFA comprometidos en los escandalosos sucesos de sobornos y Moscú que interpreta todo lo sucedido como una conspiración de Occidente para que no se realice el Mundial 2018 en Rusia. No sería la primera vez que el deporte ingresa como una variable de gravitación sustantiva en el ajedrez internacional. Recordemos el boicot de Washington a los Juegos Olímpicos en Moscú en 1980, a propósito de la invasión de los soviéticos en Afganistán el año anterior y la reacción con la misma moneda de los rusos en los juegos de Los Ángeles 1984, obligando a los países del entonces bloque comunista a no participar en la milenaria contienda deportiva. Por supuesto que son casos distintos y distantes, pero es indudable que el deporte perfectamente puede ser aprovechado en la dinámica del poder internacional como causa, pero sobre todo como pretexto. Podría suceder que a Estados Unidos no le produce ninguna gracia que el mayor torneo deportivo lo organice un país como Rusia, que viene siendo severamente sancionado por su comportamiento internacional al haber alterado el statu quo de tranquilidad en Ucrania al anexarse unilateralmente Crimea en el 2014. Todo puede suceder.