La maleta, aquel objeto que guarda nuestras ilusiones de viaje y hasta la asumimos como cábala para ir y regresar con bien de una travesía, de un tiempo a esta parte se ha convertido en el depositario inmediato de una de las más crueles modalidades de crimen: el descuartizamiento.

Lo acabamos de sufrir en el alma con la espantosa muerte del periodista José Yactayo, cuyo cuerpo cercenado fue abandonado en una maleta humeante en un recoveco agrícola de Huaura, pero ya antes tuvimos asesinatos similares y la valija como el infaltable envoltorio de la demencia homicida.

Es el caso reciente, por ejemplo, de la niña de 8 años que fue violada y estrangulada por una bestia -como diría Patricia del Río- cuando regresaba a su colegio en Chilca, Huancayo, para recoger un libro que olvidó luego de la clausura. ¿Dónde encontraron el cuerpecito? En una maleta.

Estamos, pues, ante la “filosofía asesina de la maleta”, como se rotulan algunas tesis en España y México -donde también proliferan estos finales macabros y, entre otros detalles en debate, figura la apertura de una maleta antes de que llegue la Policía- y nuestra PNP tiene que ponerle candado al cierre. O sea, actuar antes de que la sangre llegue al río.

No demandamos que se prohíba la venta de estos accesorios, desde luego, pero sí debemos estar advertidos de que en las calles pululan sujetos desquiciados para quienes la vida vale muy poco, pueden acabar con ella de la forma más salvaje y confinarla en una maleta para un viaje terrorífico.