Debido a que la segunda vuelta electoral se ha desbordado, es decir, se fue de las manos del Jurado Nacional de Elecciones, no será difícil advertir que cualquier decisión que adopte, aunque tenga signos de alicaída legalidad, quedará deslegitimada.

En efecto, sin el indispensable respaldo ciudadano para quien sea proclamado presidente del Perú, la única posibilidad que se cuenta para aceptarnos mutuamente en la victoria o en la derrota electoral, será que la OEA acepte auditar el sufragio del 6 de junio. Pero, ¿por qué se ha deslegitimado el proceso?: 1° Porque, además de los serios y mutuos cuestionamientos formulados por Perú Libre y Fuerza Popular sobre actas impugnadas y observadas que inexplicablemente el JNE ha desoído por obsecuencias procesales, la renuncia de un magistrado del JNE denunciando parcialización política en las decisiones del pleno, ha herido de muerte desde sus propias entrañas, la credibilidad del JNE, y ahora prácticamente nadie cree que sea el oráculo de la verdad y lo justo.

2° Porque las represalias y acusaciones en el seno del JNE salpican al por mayor pues mientras al renunciante fiscal Arce lo suspenden por su alejamiento del JNE, a su rapidísimo reemplazo, Rodríguez, lo cuestionan por su ilegal juramentación, sin importar que sus actos no solamente serán nulos, sino que arrastrará a los del pleno del JNE que, por primera vez, no serán de iure, es decir, de derecho, convirtiendo en nula también a la cadena de actos jurídicos subsiguientes.

3° Porque ya no existe imparcialidad en el primer mandatario del Perú. Mientras que por la montaña de denuncias de irregularidades y de fraude, 2/3 de encuestados en el país dijeron que el proceso no ha sido transparente, el presidente Sagasti, que antes ya se había comunicado con Mario Vargas Llosa -jamás debió hacerlo-, sin importarle el tamaño del temperamento ciudadano, dijo que las elecciones eran limpias; y, 4° Porque, por más que sigan los legítimos apoyos de facto desde el extranjero, ningún candidato aceptará un resultado adverso y es deber de la OEA coadyuvar a evitar un clima de convulsión al interior de sus Estados miembros.

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