En educación hay historias que trascienden cifras y se convierten en lecciones para siempre. Una de ellas es el llamado “efecto Miss A”, descrito en el Informe Coleman (ERIC-1966) y reanalizado por Pedersen en 2002. En una escuela pública de EE.UU., donde los alumnos eran mezclados en los salones cada año para evitar sesgos, se descubrió que quienes tuvieron a la maestra “Miss A” en primer grado mantenían una ventaja académica sostenida durante años.

Los números hablan solos: un 15% más de rendimiento en matemáticas y lectura hasta sexto grado y 20% más probabilidades de ingresar a la universidad, todo en igualdad de currículo, recursos y contexto socioeconómico. La única variable distinta era haber pasado por su aula.

¿Qué hacía diferente Miss A? Introdujo juegos fonéticos cuando la enseñanza era mecánica. Reservaba tiempo diario para cultivar perseverancia y curiosidad. Y, sobre todo, generaba vínculos duraderos: recordaba a sus alumnos una década después y les enviaba cartas de aliento si veía que decaían.

Los investigadores explican su impacto en dos claves: el efecto de base —el valor decisivo de la autoconfianza en edades críticas— y la ventaja acumulativa, que multiplica pequeñas diferencias iniciales con el tiempo. Estudios posteriores en Finlandia y Canadá confirmaron este patrón: el primer grado es determinante si está en manos de buenos maestros.

La frase más citada del informe lo resume: “Los alumnos de Miss A no solo aprendieron a leer; aprendieron a amar el aprendizaje”. Esa es la huella invisible que puede cambiar una vida.

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