Sucedió ayer en la tarde, más o menos así. Desde el escritorio del costado, mi vecina me dice que me han estado llamado por teléfono, sin encontrarme. Que es una señora que quiere hablar conmigo y que me va a volver a llamar. Finalmente casi al final del día, me pasaron el teléfono. Era la voz delgadita de una señora mayor.

Me mencionó la historia que publiqué el domingo, sobre la batalla de Junín y la hazaña de los húsares peruanos, donde cuento que no se hizo un solo tiro en toda la pelea, porque cuando las caballerías independentista y española terminaron su loca carrera para llegar al final del lago y acuchillarse a gusto unos a otros, ya le habían sacado más de 5 kilómetros de ventaja a la infantería, así que cuando los pobres llegaron a marcha forzada con sus fusiles, ya la lucha se había terminado.

Es bonito cuando recibes los comentarios de la gente. Desde los apuñalamientos anónimos vía redes sociales, hasta la gente que se ha tomado alguna vez la molestia de mandarme un correo electrónico con algún comentario adicional, un aporte o una presición a algo que he escrito. Asumo que la buena señora no era tuitera conocida, ni tenía facebook o dirección de correo y ni buena falta que le debían hacer.

Me estaba llamando de un teléfono fijo, y tras los comentarios usuales con gente que uno no conoce, le dije que me gustaba mucho el interés que le había despertado la historia de los húsares. Allí me interrumpió y me dijo, sabe una cosa, señor periodista Gaviola, quizá sí le faltó una cosita a la historia; usted debió poner el discurso de Bolívar, el discurso que dio en el cuartel de Rancas.

Aguanta. Ojo-Pare-Cruce-Tren. Ese es un dato recontra caleta, pensé. O sea, no la arenga -que está en todas las láminas Huascarán-, si no el que se haya hecho en Rancas, antes de que salieran del cuartel en pos del ejército español que subía desde el Cusco. Por el auricular me llegaba la voz de la amable lectora:

!Soldados!. Vais a completar la obra más grande que el cielo ha encomendado a los hombres, la de salvar un mundo entero de la esclavitud.

!Soldados!. Los enemigos que debéis destruir, se jactan de catorce años de triunfos: ellos, pues, serán dignos de medir sus armas con las vuestras que han brillado en mil combates.

!Soldados!. El Perú y la América entera aguardan de vosotros la paz, hija de la victoria; y aún la Europa liberal os contempla con encanto; porque la libertad del Nuevo Mundo, es la esperanza del Universo. ¿La burlaréis?..!No, no, no!. Vosotros sois invencibles!”

Esa última parte, la de la pregunta, la declamamos juntos. Me causaba gracia. No puedo creer, pensé, que la buena señora se haya tomado el trabajo de haber transcrito toda la proclama solo para ayudarme -era evidente que no lo estaba leyendo de su smartphone-, y con esa voz suavecita y delgada, además. Que hipnotiza.

Me sé la arenga de memoria, señor Gaviola, me respondió, corrigiéndome, leyéndome el pensamiento. Si quiere saber más, le recomiendo que busque en la biblioteca los libros de Octavio Ponz Musso. Allí puede encontrar un montón de cosas; de los incas ha escrito varios textos que ojalá le parezcan interesantes y los tome en cuenta para otras historias suyas. Gustavo Ponz Musso, le pregunté solo para sentirme un torpe de manera automática.

Hubo una pausa breve. Sí, él ha sido un gran historiador, me dijo sin hacer notar mi impertinencia. En su libro me aprendí la arenga, y agregó lo que ya venía sospechando hacía un par de minutos. Soy docente. Tuve a mi cargo el curso de Historia. Y el de Literatura.

Sólo ha quedado en la rama
un poco de paja mustia
y, en la arboleda, la angustia
de un pájaro fiel que llama.
Cielo arriba y senda abajo,
no halla tregua a su dolor,
y se para en cada gajo
preguntando por su amor.

Yo trataba de apuntar al vuelo al menos una frase -cielo arriba y senda abajo, garabateé- para leerlo luego, mientras disfrutaba de la voz al otro lado del auricular. Es de Felipe Santiago Salaverry, señor periodista. (Gracias a su llamada, acabo de enterarme que el poema es del hijo de Salaverry, mientras buscaba la estrofa completa en Google con el pedacito que apunté). Fue presidente del Perú y lo fusilaron en el campo de batalla cuando perdió, pero eso creo que ya no lo enseñan en el colegio, reflexionó. Hizo una nueva pausa y agregó: también fue el presidente más jovencito de nuestra historia.Y también me sé poesía clásica.

A mí me gusta Béquer, el escribía con pie quebrado, ¿cierto?, me aventuré. No, señor Gaviola, las Coplas a la Muerte de su Padre -que son un ejemplo de pie quebrado, recordé-, son de Jorge Manrique.

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Yo simplemente había optado por quedarme callado mientras sostenía el teléfono negro contra mi oreja. Béquer, continuaba la maestra de Historia y de Literatura, es el de las golondrinas, señor. Esa sí me la sé, le respondí todavía un poco cortado.

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!

Fue intenso. Hacía mucho, muchísimo, que no recitaba poesía. Y no me imaginé un sitio más extraño... poco adecuado para hacerlo, que la redacción de un diario, arrancando la hora de cierre, con gente que pasaba delante de mi escritorio mirándome con cara rara.

No sabía que todavía había gente joven que le gustara la poesía, me dijo la señora con su voz delgadita. Gracias por lo de joven, le dije. Sabe, señor Gaviola, a la gente ya no le gusta la poesía ¿no?. Yo era profesora. De Historia. Y de Literatura. Me aprendía todos los poemas para recitárselos a los alumnos. Les contaba quién las escribió, por qué un verso era de tal o cual manera, qué sentían al escribir. Todo me lo sabía de memoria. Así enseñábamos. Ahora, me disculpará usted, me confundo un poquito. ¿Usted podría escribir algo?, me preguntó. ¿Algo con poesía, a lo mejor?. Hubo otra pausa a ambos lados del teléfono.

Me ha gustado mucho lo de los húsares, agregó nuevamente. No se olvide de Bolívar, es importante. No, no lo haré. Muchas gracias. ¿Me permite una última cosa? Lo que quiera, señora. ¡Viva el Perú!

Colgó. Nunca supe cómo se llamaba.

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