La infraestructura ocupa un lugar central en la narrativa política latinoamericana, y el Perú no es la excepción. Las noticias están colmadas de anuncios, inauguraciones y promesas de obras, muchas veces presentadas como el legado tangible de una gestión. Para los políticos, construir es sinónimo de visibilidad, y la visibilidad, una moneda de cambio en el mercado electoral. No sorprende, entonces, que las “lluvias de obras” se prioricen incluso en contextos de limitada sostenibilidad fiscal.

Sin embargo, mientras el discurso se enfoca en el cemento, el ciudadano espera servicios. No aspira a una planta de tratamiento, sino a agua potable; no anhela un hospital, sino atención médica oportuna. Esta disonancia revela una debilidad estructural: la falta de planificación integral. Se invierte en construir, pero no en operar ni mantener.

La causa es un modelo de gestión fragmentado, donde la infraestructura se reduce a un acto político y no a un componente estratégico del desarrollo. A ello se suma una burocracia que pareciese estar sesgada por el cortoplacismo, donde puede más la política que lo técnicamente correcto, y donde el ciclo de vida del activo público importa menos que su potencial mediático.

En este ciclo, el ciudadano no solo es víctima: también es partícipe. Celebra la obra visible y vota por quien la realice, aunque luego sufra la precariedad del servicio.

Superar esta lógica implica cambiar la narrativa. La infraestructura debe dejar de ser fin y convertirse en medio: un habilitador de servicios de calidad, inclusivos y sostenibles. Exigir a los políticos a garantizar servicios, no solo la acumulación de más activos. Solo así se podrá transformar la infraestructura pública en verdadero bienestar colectivo.