La palabra, don precioso del hombre, cuando es rectamente empleada. La capacidad para emitir juicios, interrogar con vehemencia, hilar ideas -como si fuéramos expertos en el uso de la rueca argumentativa-, advertir errores en la construcción de las frases del adversario, fundamentar debidamente nuestras tesis, cautivar con estratagemas verbales, y superar con sutileza intelectual al oponente, son realidades y posibilidades exclusivamente humanas. ¡Un elemento más para dignificar al ser humano! En la oratoria, las palabras operan como si fueran reinas en el tablero del ajedrez; son ellas a quienes debemos proteger. Esto lo comprendió muy bien Paris Alejandro, cuando sedujo verbalmente -según la opinión del sofista Gorgias, en su Elogio de Elena-, a la legítima esposa de Menelao. Las palabras dulcifican corazones apesadumbrados, reverdecen espíritus secos, revitalizan corazones marchitos, levantan ánimos desamparados, enternecen al embravecido, engrandecen al pequeño y reducen al grande, pero también, si las palabras están cargadas de sustancia ponzoñosa, pueden perturbar la mente y arrastrarla a los abismos infernales, lesionar interiormente dejando llagas incurables o llenar de resentimiento el corazón y por tanto, predisponerlo a la envidia o a la venganza -según nos enseña el filósofo Max Scheler, en su obra cumbre El resentimiento en la moral-. En síntesis, son incontables las gracias y desgracias que pueden realizar las palabras, si estas son diestramente empleadas. ¡Tantas maravillas puede hacer el hombre con las palabras! Y esto último, lo digo pensando en las Noches florentinas de Heinrich Heine, exquisita obra que resume lo que intento defender en el artículo.