El debate sobre la pena de muerte ha resurgido una vez más en el Perú, impulsado por declaraciones de la presidenta Dina Boluarte y miembros de su gabinete. Sin embargo, resulta evidente que este tema, más que una propuesta seria, parece ser una estrategia para distraer la atención de las denuncias que enfrenta el gobierno.

La historia constitucional del Perú respecto a la pena de muerte es compleja. Hasta 1979, se aplicaba para delitos como el homicidio calificado, el parricidio, la violación de menores de hasta siete años, robos con resultado de muerte, traición a la patria y espionaje. Sin embargo, la Asamblea Constituyente de ese año, dominada por el Apra, restringió su aplicación a casos de traición a la patria en guerra exterior. Luego, en 1993, durante el gobierno de Alberto Fujimori, se incluyó también el terrorismo bajo esta categoría, según tratados internacionales vigentes.

Desde entonces, el tema ha sido recurrentemente utilizado como un recurso político. Presidentes, congresistas y políticos han pedido su restitución para casos de violación de menores, un crimen aborrecible que genera justificada indignación. No obstante, estas propuestas ignoran las complejas obligaciones jurídicas que el Perú ha asumido mediante tratados internacionales, los cuales dificultan enormemente cualquier intento de reinstaurar la pena de muerte.

El reciente llamado de Boluarte a debatir esta medida se enmarca en este mismo patrón, pero con una particularidad preocupante: llega en un momento en que su gestión enfrenta severas críticas. La suma de ministros respaldando su postura —incluido el titular de Economía, en un gesto que roza lo absurdo— solo refuerza la percepción de que se trata de una maniobra desesperada para desviar la atención.

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