La Policía Nacional del Perú debería ser el bastión moral y estratégico en la lucha contra la delincuencia, pero hoy -gracias a algunos malos efectivos- parece más un reflejo de la descomposición del Estado que su remedio. ¿Cómo puede un país recuperar la tranquilidad si quienes deben protegerlo terminan actuando como parte del mismo crimen que dicen combatir? Mientras los peruanos viven sitiados por la extorsión y el miedo, una parte de la institución policial se hunde en el descrédito y la corrupción, contaminando la autoridad que aún pretende ejercer.
Un reciente reportaje de Cuarto Poder destapó una podredumbre que ya sospechábamos: unos veinte policías, entre activos y en retiro, integraban la banda criminal “Los Piratas”, dedicada a robos, sicariatos y extorsiones. No es una anécdota, es una radiografía de la crisis institucional. A eso se suma el caso del comisario de Chao, en La Libertad, sorprendido en una cama con la hermana de un detenido extranjero que poco después fue liberado. La escena no solo indigna, sino que retrata el grado de inmoralidad y desvergüenza al que se ha llegado dentro de la propia fuerza del orden.
La policía necesita una cirugía de fondo, no un cambio de uniforme ni una campaña publicitaria. Requiere una reforma estructural que depure, profesionalice y devuelva la dignidad perdida a quienes aún creen en el deber.




