Si el Perú parece un chiste, no sorprende entonces que cómicos y personajes hilarantes busquen postular a la presidencia de la República. La política nacional atraviesa un vacío tan profundo de credibilidad y liderazgo que muchos ciudadanos, hastiados de la clase dirigente tradicional, empiezan a mirar hacia perfiles que prometen “algo distinto”, aunque ese “algo” sea apenas una sonrisa, un grito o una pose mediática.

Es verdad: la política tradicional está agotada. Y es comprensible que cualquier figura que se distancie de ese espacio, ya sea con humor o con irreverencia, capte atención. Hoy, diferenciarse de la política convencional otorga réditos. Pero de allí a convertir la política en un show hay un salto peligroso. Como decía Pablo Neruda, “de tan divertidos que son, se vuelven muy peligrosos”.

La irrupción de Carlos Álvarez en los primeros lugares de las encuestas es un síntoma claro del desencanto ciudadano. Su popularidad es reflejo de una sociedad que ya no cree en la clase política. Pero eso no basta. Álvarez denuncia, satiriza, encarna el hartazgo popular con talento y carisma, pero ¿propone soluciones concretas? ¿Tiene un plan de gobierno viable? ¿Sabe lo que implica liderar un país quebrado institucionalmente? Mucho nos tememos que no. Lo que el Perú necesita no es otro gran indignado, sino alguien que transforme la indignación en políticas públicas.

Lo mismo ocurre con Philip Butters, cuya estrategia mediática se basa en elevar el volumen, provocar y hacer de cada frase una trinchera. Ha entendido que el show es rentable en la política actual. Pero eso no convierte a un personaje en un estadista. Solo representa un tipo de liderazgo, que lejos de convocar, polariza. Y que todos los días solo tiene en mente convertirse en un producto de consumo nacional sea como sea.

A estos se suman otros que ventilan su vida privada, ensayan mea culpas estratégicos o maquillan su pasado para relanzarse. Son operaciones cosméticas que nada tienen que ver con justicia, transparencia ni responsabilidad. Son parte del mismo espectáculo que sustituye la propuesta por el impacto viral.