El año 2026 marcará un nuevo ciclo electoral en el Perú: elegiremos presidente, congresistas, gobernadores regionales, alcaldes y regidores. Miles de candidatos competirán por un cargo y, más de 40 agrupaciones políticas buscarán hincarle el diente a la torta apetitosa llamada Perú. Desde fuera, parecerá una gran celebración democrática. Pero detrás de esta fiesta electoral, se esconde una verdad incómoda: la política en nuestro país se ha convertido en un negocio.
Mucho se teme que siga la misma clase política en el poder. Los mismos funcionarios envueltos en escándalos y los mismos congresistas “robasueldos”, abusadores, aliados de la minería informal, promotores de leyes para su propio beneficio, etc. Es evidente que lo que une a estos es una misma lógica: usar la política como trampolín de intereses particulares.
Mientras tanto, el Estado subsidia a los partidos —con dinero público— sin exigirles a cambio transparencia, democracia interna ni rendición de cuentas. Es decir, los ciudadanos financian organizaciones que, en muchos casos, no representan a nadie y que solo funcionan durante las campañas. Y luego desaparecen hasta nuevo aviso.
Así, el Perú ha dejado de tener partidos y ha pasado a tener marcas políticas, muchas de ellas sin cuadros técnicos, sin propuestas viables y sin ética. Solo importan los votos, no cómo se consiguen. Solo importa ganar, no para qué.
Esta situación es una de las causas del deterioro del país.