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Observando pasajes de los debates en el Congreso, se puede concluir que parece existir la regla de la comunicación gritando. Con frecuencia, los congresistas que toman la palabra lo hacen gritando, cuando menos en aquellos pasajes de su discurso que les gustaría acentuar.

Me pregunto lo siguiente: ¿le gritan al presidente del Congreso? ¿Así hablan entre ellos también fuera del pleno y lejos del micro? ¿Será que tienen preocupación de que sus colegas se hayan desconcentrado o dormido? ¿Será que han aprendido que los gritos elevan el ego de quien habla? El que grita más ¿gana?

La verdad es que no lo entiendo. Lo que la gente común sabe es que cuando una persona le grita a otra es porque reacciona a algo que le duele, o porque le quiere comunicar su molestia y ejercer un poder vertical -a través del grito- para darles más peso a sus mandatos o demandas. Algo así suelen hacer los entrenadores deportivos con sus dirigidos, sobre los que -por alguna razón- también piensan que ganarán eficiencia si les mandan gritos.

A mí personalmente me funciona mejor la comprensión del otro cuando escucho a alguien hablando de manera ponderada y respetuosa; aunque ello no significa que en ciertos pasajes no se alce la voz o se acentúe con tono fuerte algún aspecto de la argumentación. ¿Pero gritar(le)?

Regresando al mundo de la política amplificada por los medios como “sociedad educadora” de la población y -en particular- los niños, ¿así es como queremos que se relacionen y entiendan unos niños con otros para construir sus conceptos de ciudadanía y diálogo democrático? Si el grito es un interferente emocional, ¿no sería mejor comunicarse sin gritar?