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El estupendo libro de Michele Dolz y Paulo Franciulli titulado El Anticristo: ¿Mito o profecía? confirma la tesis de la soberbia luciferina como la prueba concreta de la acción del maligno. En 1504 Luca Signorelli concluyó los frescos de la capilla de San Brizio, en la catedral de Orvieto, representando en ellos el fin del mundo en siete grandes escenas. La escena del Anticristo es la más conocida. Allí todo gira en torno a la figura de un predicador. El aspecto del protagonista es muy parecido al de Jesucristo; sin embargo, a las espaldas del falsamente ungido y susurrándole al oído, se esconde Satanás. Y con la mano derecha, el Anticristo se señala a sí mismo. Es el ícono clásico de la soberbia.

La combinación de soberbia y política es letal y genera graves problemas. Pero si mezclamos estos dos ingredientes en una crisis nacional, el resultado es mortífero. La soberbia es expansiva y peligrosa. La idea de que uno mismo es la medida del bien y del mal (con independencia de datos objetivos) ha construido un sistema político relativista en el que todos son enemigos de todos (homo homini lupus). En el fondo, la soberbia solo es comprensible si se une a una noción concreta de libertad: la libertad infinita, la emancipación luciferina.

La soberbia del “seréis como dioses” solo puede conducir a la comunidad política a la destrucción. La verdad objetiva no depende de la percepción libre de una persona concreta. Si un político cree que está por encima del bien y del mal y que su voluntad es suficiente para mantener al Estado, se equivoca. Su futuro hundimiento también será el del país.