Un pueblo sin memoria comete los mismos errores, suelen repetir historiadores y políticos. Si algo caracteriza al Perú es la amnesia colectiva que padecemos desde nuestra fundación como República. Esta es la tierra donde todo se olvida. Aquí se esgrime un argumento por la mañana y por la noche se impugna sin que nadie se sonroje. Padecemos el mal del olvido y por eso nuestra clase dirigente adolece de razón de Estado y se muestra incapaz de conducirnos al desarrollo, mucho menos a la hegemonía. La memoria histórica no ha sido construida pensando en el liderazgo porque en el Perú se impone el afán de revancha. Y cuando el país está dividido, la debacle es cuestión de tiempo.

Siendo este el panorama, hemos de ser meticulosos cuando escribimos nuestra historia. Para ello es preciso evitar que la ideología se inmiscuya y tergiverse los actos relativizando lo que realmente sucedió. Chesterton decía que “llegará el día en que será preciso desenvainar una espada para afirmar que el pasto es verde”. Ese día ha llegado en el Perú. Navegamos en un océano de medias verdades que hacen imprescindible defender lo más evidente: el Estado de Derecho, la presunción de inocencia, la libertad de cátedra y el equilibrio de poderes. He allí la delgada línea roja que separa la civilización de la barbarie.

Para eso es fundamental recordar las horas más oscuras de la democracia peruana. Para no cometer los mismos errores y defender lo que nos queda de institucionalidad. Lo cierto es que el olvido colectivo que padecemos nos hace caminar a ciegas por el sendero de la historia. Mientras otros países avanzan nosotros nos dirigimos al abismo de la insignificancia regional.