En la búsqueda de ser padres perfectos, muchos caen en un exceso de cuidados que, paradójicamente, debilita a los hijos. La sobreprotección, disfrazada de amor incondicional, puede convertirse en un veneno que limita su autonomía, resiliencia y capacidad para enfrentar la vida.
Proteger es instinto, pero sobreproteger es impedir. Cuando resolvemos todos sus problemas, evitamos que aprendan a caer y levantarse. Cuando controlamos cada paso, les negamos la oportunidad de decidir. El exceso de atención crea niños frágiles: adultos que colapsan ante la primera frustración. Genera dependencia emocional e incapacidad para gestionar conflictos sin intervención paterna. Así mismo, baja tolerancia al fracaso. Cada frustración se vive como una catástrofe y eso solo alimenta las dudas de sus capacidades porque no se le permite confiar en ellas.
Mateo, de 10 años, no puede salir a jugar sin que su padre lo siga con una lista de instrucciones. No sabe cómo responder cuando lo molestan. Daniela, de 18 años, ingresó a la universidad, pero a los dos meses abandonó. Su primer desacuerdo con un profesor la desbordó. Siempre hubo un adulto que hablaba por ella; nunca tuvo que sostener su propia voz. La lista de frustrados indefensos con baja autoestima es infinita
El verdadero regalo es prepararlos para el mundo, no esconderlo. Permitirles equivocarse, asignar responsabilidades acordes a su edad y validar sus emociones sin resolverles todo. La crianza no es una carrera por evitar el dolor, sino por enseñar a transformarlo en fortaleza. El amor no es una burbuja, sino un trampolín.