La pandemia cambió nuestra vida y su impacto no será temporal. Valores y prioridades, objetivos vitales se transforman para adaptarlos a este riesgo de una muerte que podría llegar en cualquier momento. La fragilidad humana se evidencia de manera triste y dolorosa. La vulnerabilidad física y biológica se pone a prueba sin distinciones económicas ni sociales. Los cuidados son extremos y los contactos cercanos son penalizados por el temor al contagio. Para reemplazar las actividades habituales tenemos la tecnología, la vida real sustituida por la virtual con mayor dependencia de dispositivos y de las grandes tecnológicas como Google, Facebook o Netflix.

La revolución digital es una obligación global, aunque no todas las sociedades estén igualmente avanzadas. La protección de la humanidad depende de ella. El desastre sanitario de los países europeos, o de la gran potencia norteamericana, que no han podido evitar miles de muertos que penosamente se incrementan nos convence de la digitalización. Están al día las consultas a Google, las clases escolares o de educación superior por Internet, la gimnasia con tutoriales de YouTube, la distracción con Netflix, series y películas, el Zoom para los encuentros con la familia y los amigos, la información por las redes sociales y el siempre socorrido WhatsApp. El derecho a la vida para nada garantizado.

Es fácil que el gobierno decrete la virtualidad, pero el Perú no está totalmente conectado. La digitalización existe solo para parte de la población. Sin que la transición se complete, la pandemia impone sus urgencias. Para el científico Thomas Kuhn las crisis son prerrequisitos de las revoluciones. Lo estamos viviendo y es el momento de acercar la biotecnología, la medicina, la informática, la estadística y la ingeniería de sistemas. Esta crisis define prioridades. Asumir la imperiosa revolución tecnológica determina que lo primero es la educación para entenderla y aplicarla, y la salud para disfrutarla. No hay más.