El asesinato del precandidato a diputado por Juntos por el Perú, Percy Ipanaqué, en Piura, y el atentado ocurrido ayer contra Rafael Belaunde, precandidato presidencial de Libertad Popular, son hechos que estremecen no solo por su gravedad, sino porque confirman que la violencia ha decidido irrumpir de lleno en el proceso electoral.

Estos episodios no son hechos aislados ni accidentes del destino. Son signos de los tiempos que atravesamos, tiempos en los que la violencia pretende discutir su supremacía en todos los ámbitos y donde el crimen organizado ha demostrado tener la capacidad de infiltrarse en la vida pública. Si ya vivimos bajo una sensación permanente de inseguridad en las calles, ahora esta inseguridad busca instalarse en el corazón del proceso político.

Ante este escenario, la respuesta del Estado debe ser inmediata y contundente. La Policía y la Fiscalía tienen la obligación de actuar sin titubeos para identificar y sancionar a los responsables. No se trata solo de justicia para las víctimas, sino de impedir que estos atentados se conviertan en un método de presión o eliminación política. El Gobierno, por su parte, está llamado a asumir con seriedad la lucha contra la criminalidad. Las apariciones mediáticas del presidente podrán servir para sus redes sociales, pero no detienen la ola delictiva que avanza sin control y que hoy amenaza también el terreno electoral.