El Estado existe para garantizar el orden y controlar la violencia. Si el Estado no es capaz de mantener el orden e imponer la paz, se debilita, se deslegitima, y el monopolio de la violencia legítima se desmorona surgiendo un escenario de caos y anarquía. El Estado es el garante supremo del orden político y su legitimidad está unida a la capacidad de mantener dicho orden. La destrucción de la paz equivale a la destrucción del Estado y eso es lo que estamos contemplando paulatinamente en estos días de zozobra.

Por eso, un Estado que se torna incapaz de controlar el hecho violento diluye una parte fundamental de su razón de ser y se debilita hasta la extinción. Sin un guardián capaz de controlar, todo está perdido. La violencia ilegítima suplanta al orden político y el caos y la anarquía se transforman en recursos empleados por cualquier colectivo en trance de desesperación. La desesperación es anárquica. La desesperación es enemiga del Estado y se alimenta de la opacidad y la falta de información veraz.

En efecto, hay una relación estrecha entre la desesperación y la verdad. Allí donde la verdad es transmitida es posible la decisión realista o incluso la resignación (que también es una forma de realismo). Pero ante la ausencia de verdad y claridad, la desesperación se multiplica. La propaganda tiene un límite. Su límite es la realidad.

“Ser es defenderse”, dijo Ramiro de Maeztu. El camino de la desesperación tiene un final trágico. El Estado tiene que defender el orden, controlar la violencia e imponer la paz.