El Gobierno de Dina Boluarte parece haber reducido su plan de gobierno a una sola meta: resistir hasta julio del 2026. Todo lo demás —la seguridad, la economía, la confianza ciudadana— se siente como un asunto secundario. Mientras tanto, la delincuencia avanza sin freno, dejando un rastro cotidiano de asesinatos, extorsiones, negocios quebrados y familias rotas. Como si la violencia hubiera dejado de ser una tragedia para convertirse en paisaje.

Esto ha generado que tengamos mala reputación. Hace poco el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, colocó a Lima entre las ciudades más peligrosas del mundo y preguntó a sus compatriotas: “¿Quieren vivir en un lugar así?”.

Y, como si se tratara de una broma cruel, la Policía Nacional del Perú (PNP) enfrenta esta ola criminal sin armas suficientes, sin chalecos antibalas y con más de 8 mil vehículos inoperativos. De 20,408 unidades, apenas 12,189 funcionan. Los demás patrulleros y motocicletas yacen como chatarra, mientras el delito circula libremente. Mientras ocurre esto, se gastarán casi 18 millones de soles para comprar autos de alta gama para generales y la plana jerárquica de la PNP.

En este escenario, las promesas de la presidenta, de sus ministros y de los altos mandos policiales son poco más que palabras vacías. El Estado parece resignado a observar la inseguridad como si fuera un fenómeno natural inevitable. Pero no lo es. La violencia crece cuando las instituciones claudican, cuando la política se obsesiona con su propia supervivencia y cuando la sociedad se acostumbra a contar muertos como quien lee el clima del día.

Un país que normaliza la sangre en sus calles no solo pierde vidas: pierde el alma.