El Estado tiene el monopolio de la violencia legítima y su existencia está fundada sobre el control de dicha violencia. Un Estado que se torna incapaz de controlar el hecho violento diluye una parte fundamental de su razón de ser y se debilita hasta la extinción. El control del Estado recae en el gobierno legítimo y la auténtica estabilidad institucional está basada en el equilibrio que nace del ejercicio de la violencia legítima, base de todo orden político.

El gobierno de los Humala ha debilitado al Estado peruano. Un síntoma fundamental de esa precariedad se manifiesta en el odio político que engendra el entorno de violencia ilegítima que ha estallado en los últimos días. El odio a Keiko Fujimori de un sector reducido pero bien organizado del espectro ideológico ha dado paso a una violencia tan artificial como ilegítima, que atenta contra el Estado y el propio orden social. Cuando el odio político pretende desconocer los mecanismos democráticos y proscribir de manera violenta a la candidata que lidera la intención de voto ante la mirada impasible del gobierno, entonces, sin lugar a dudas, podemos sostener que el Estado ha fallado en el esencial control de la violencia.

Sin un guardián capaz de controlar, todo está perdido. La violencia ilegítima suplanta al orden político y el caos y la anarquía se transforman en recursos empleados por cualquier colectivo ínfimo pero bien organizado. El Perú de estos días se debate entre la violencia tolerada y promovida por el gobierno de los Humala y el orden democrático que debe acabar con el odio rupturista. El camino del odio tiene un final trágico y conocido. El sendero del orden, la vía del Estado de Derecho, tiene que recuperarse para controlar la violencia e imponer la paz. Estas elecciones son un combate entre los maniqueos que fomentan el odio y los demócratas que defienden la paz. Peruano: Si vis pacem, para bellum!