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La voz del pueblo no es la voz de Dios. Destaco del mensaje a la Nación de Martín Vizcarra la hidalguía de plantearle al Congreso una partida de tablas sin apelar al abuso de la imposición y el maltrato, y de encaminar el hastío de una relación ruinosa hacia la dignidad del mutuo disenso. No obstante, discrepo enfáticamente de su motivación. La voz del pueblo, según Vizcarra, pide el cierre del Legislativo y “tiene que ser escuchada”. ¿Y por qué cree él que está sentado donde está? ¿No fue, acaso, parte de una plancha presidencial a la que el pueblo le dio su sagrado mandato de gobernar cinco años? ¿Y no fue ese pueblo el que le dio a este Congreso una aplastante mayoría de 73 congresistas de Fuerza Popular y el que equilibró la balanza de los dos poderes del Estado? ¿No debería ese pueblo hacerse responsable de sus nefastas decisiones y sus gobernantes enseñarles que, nos gusten o no, los plazos de la democracia se cumplen porque lo exigen la ley y la Constitución? ¿Cree el pueblo que puede meter y sacar a quien quiera en cualquier momento y porque le da la gana? Me queda claro que el inesperado anuncio de Vizcarra lo volvió a sacar de la profunda alforja de la improvisación de donde extrajo también medidas como las reformas políticas y del sistema de justicia o sus opresivas cuestiones de confianza. Tengo la impresión de que el cargo le quedó grande, lo ganó el populismo, escogió a los asesores incorrectos y ahora se equivoca diametralmente cuando pide escuchar, como si fuera una deidad, la voz del pueblo, que eligió a presidentes luego implicados en casos de corrupción, a un Goyo Santos encarcelado, al chavista de Vladimir Cerrón o al mamarracho de Cáceres Llica. Mucho menos se debe atender los gritos irracionales del pueblo que toma carreteras y ataca con explosivos a la Policía. La voz del pueblo es, precisamente, la que se debe instruir, moderar, adiestrar, la que debe ser encaminada por la ruta de la razón y del derecho, pero para eso se necesitan estadistas y liderazgos políticos que evidentemente estuvieron ausentes durante los últimos tres años en todos los rincones de Palacio de Gobierno.