El pasado 2 de abril se cumplieron 38 años del inicio de la Guerra de las Malvinas que enfrentó a Argentina -gobernaba el general Leopoldo Fortunato Galtieri- contra el Reino Unido (RU) -era primera ministra Margaret Thatcher-, y como ha sido siempre en el discurso nacional de la tierra de Libertador Don José de San Martín, el presidente de turno -esta vez, Alberto Fernández-, en plena pandemia del coronavirus que domina la atención en su país y a nivel internacional, ha vuelto a reivindicarlas.
La actitud de la cancillería bonaerense ha sido siempre la firme voluntad de volver a una mesa de negociación a la que Londres se niega rotundamente. No es extraño, entonces, que la soberanía del archipiélago siga siendo objeto de una indoblegable posición argentina de reclamo frente a una recia actitud británica de dominio territorial como en los tiempos de la era Victoriana.
Un verdadero descalabro que no se condice con las reglas del derecho internacional contemporáneo que proscribe la tenencia de posesiones ultramarinas. La reina Isabel II, el primer ministro, Boris Johnson, y todo el séquito de las cámaras de los Lores y los Comunes, deberían despojarse de esa actitud recalcitrante de seguir amparando en pleno siglo XXI prácticas colonialistas del pasado.
Las reglas cambiaron desde mediados del siglo XX y la persistencia británica es incompatible con las normas de la convivencia internacional contemporánea que recuerda que constituye una violación del gran de la histórica Paz de Westfalia (1648) que puso fin a la Guerra de los Treinta Años en Europa, del principio de soberanía territorial que históricamente le corresponde a Buenos Aires.
Hace bien Argentina en mantener como política de Estado el permanente e indesmayable reclamo sobre las islas que cobró la vida de más de 900 soldados, la mayoría argentinos. Ahora que la pandemia enseña a la humanidad de que hay preocupaciones mayores y otras prioridades para los Estados, el RU debería anunciar su retiro para siempre de unas islas lejanísimas, ubicadas a 8,058 millas de distancia -12,968 kilómetros-, que jamás les pertenecieron.