El honor es el premio destacado a la virtud. Constituye, en estricto, el sentido de la opinión que los demás tienen sobre nosotros mismos; representa nuestro valor ante los pensamientos ajenos, y se encuentra, gravitante y presente, en todas las épocas de la historia de la humanidad. Aristóteles señalaba, siglos atrás, que el honor es la buena opinión que los demás tienen sobre nosotros como el mayor de los bienes externos pero, dicho honor, para que no sea solo aparente, debe ir acompañado de la virtud. El honor es, entonces, el mediador entre las aspiraciones individuales y el juicio de la colectividad; y el deshonor o la vergüenza, es como el telón que cae pesadamente sobre quien la defrauda.

Ser “honorable” representa un código de conducta que implica, entre otras cosas, decir la verdad, ser sincero, cultivar los valores, respetar la ley, hacer las cosas de frente (cuando te ven y cuando no te ven), no aprovecharse de los demás, pagar las deudas, cumplir las promesas y honrar, sin dilaciones ni limitaciones, la palabra empeñada. El honor, no se puede heredar ni comprar por delivery; solo se adquiere a través de las buenas acciones. Entonces, el hombre vale tanto como aquello que demuestra a través de sus actos, y lo que uno hace o dice puede construir o destruir el honor personal.

En el ejercicio de un cargo público, sobre todo político, es esencial generar confianza y gozar del respeto de los ciudadanos. En el pasado cercano, cualquier ministro o funcionario en actividad, acusado por la justicia, o cuya honorabilidad fuera puesta en tela de juicio, renunciaba inmediatamente. Hoy, sucede todo lo contrario. El poder parece ser más importante que el honor. El largo rosario de actos de corrupción que diariamente son denunciados, desacredita la imagen de los funcionarios gubernamentales, generando que los ciudadanos pierdan el respeto y la confianza en ellos.

El ser humano hace aquello que piensa y es, justamente, el “pensamiento” la fuente de sus actos personales y su comportamiento social. Para que los gobiernos sean confiables las actividades que realiza deben estar orientadas a satisfacer los intereses y bienestar comunes. El servidor público se debe a la comunidad y no al revés. El honor no es una abstracción obtusa, difusa y lejana, es una realidad cercana que cristaliza miles de decisiones diarias en las que el sentido común nos permite distinguir entre lo que está bien y lo que no. ¿Oyeron los que tienen que oír?