Al parecer, se terminó ayer el pacto de no agresión entre el Legislativo y el Ejecutivo. Bajándole el dedo a presidente del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, el Congreso presuntamente decidió romper con una convivencia que ha sido marcada por el cálculo político y no por el bien común. Todo esto en medio de un paro nacional convocado por transportistas y otros gremios que exigen respuestas frente a una delincuencia que avanza sin freno, mientras el Gobierno permanece inerte.

Adrianzén llegaba al frustrado juicio político del Parlamento con varios pasivos a cuestas: su escasa capacidad de liderazgo, su rol como escudero de una presidenta cada vez más impopular y, sobre todo, su carencia de resultados concretos en materia de seguridad. La censura era inminente y por eso tuvo que renunciar antes.

El Congreso estaba decidido a aglutinar todas sus fuerzas para mandarlo a su casa el premier, pese a que hubo algunas dudas. Es que no fueron pocas las veces que estos parlamentarios lanzaron encendidas críticas al Ejecutivo solo para, al momento de la votación, mostrar una dócil obediencia en nombre de la “gobernabilidad”. La transformación de feroces opositores en prudentes aliados del statu quo se ha vuelto una triste rutina.

Esta vez, sin embargo, la situación cambió. Adrianzén cometió el grave error político de recordar —casi como advertencia— que si es censurado y su reemplazo no obtiene el voto de confianza en 30 días, Dina Boluarte podría disolver el Congreso. Una declaración temeraria que ha sido percibida como un chantaje institucional. El premier no solo expuso la fragilidad del Gobierno, sino que encendió las alarmas en el Legislativo, donde muchos vieron esta censura como una oportunidad para “lavarse la cara” de cara a las próximas elecciones.

Este Parlamento, que carga con un enorme desprestigio y una profunda desconexión con la ciudadanía, eligió la posibilidad de actuar con responsabilidad. Salvo Alianza para el Progreso (hasta el final apoyando al Gobierno), los demás estaban definidos contra Adrianzén. La gobernabilidad no podía seguir siendo un escudo para la inacción, ni una excusa para blindar a un gabinete ineficaz. Tampoco podía ser una palabra vacía que justifique la renuncia al control político.