La muerte de Mario Vargas Llosa me causó una tristeza profunda. Creo que nadie puede negar su genialidad como escritor, hacerlo sería mezquino. Aunque nunca entendí del todo por qué adoptó otra nacionalidad, ni por qué, en momentos difíciles, pareció darle la espalda al país, negar que, al fin y al cabo, era un ser humano con errores como todos, sería injusto. Incomprendido, polémico, cercano y distante, peruano y universal, Mario Vargas Llosa dejará un vacío en un Perú actual con tanta pobreza en los liderazgos, en el desarrollo intelectual, en latoma de posiciones políticas. A veces siento que esa frase “todo tiempo pasado fue mejor” más allá de evocar a la nostalgia, es una cruda verdad.

Muchos llegaron a pensar que no amaba e Perú, yo de muy joven pensé lo mismo. Pero en sus libros descubrí otra cosa. Sentí una pasión inmensa por el Perú, una conexión intensa, desgarradora, que no se puede romper ni negar. Vargas Llosa describió al Perú con una lucidez que dolía. Conocía sus heridas porque eran también las suyas. Y ese amor a veces enloquecía, como nos pasa a tantos: el Perú no es un amor fácil, es pasional, contradictorio y, a ratos, imposible.

No obstante, lo que más me ha inquietado en estos días han sido los raudos y tímidos homenajes que el nobel recibió de nuestras autoridades. De hecho, leí en las redes sociales los comentarios de personas que opinaban lo mismo que yo: parecía que el mundo homenajeaba más al nobel que los propios peruanos. Eso es imperdonable.

Esta columna, entonces, es mi modesto homenaje. No para idealizarlo, sino para reconocer lo que fue: un peruano complejo, brillante, incómodo y necesario. Un genio de las letras, de la literatura, el escribidor que decidió morir en su tierra.