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Son tres los recuerdos que siempre me vienen a la memoria cuando pienso en ti, papá. El primero (seguro no lo tienes en el radar), para mí es el más nítido, el más transparente y uno de los más felices de toda mi infancia. Nos fuimos a un paseo del colegio y padres e hijos improvisamos una pichanga en un campo de fútbol que, en mi memoria, aparece como inmenso, rotundo, mejor que el Santiago Bernabéu. Como sabes, nunca he sido un gran futbolista, más bien soy un jugador terco, pundonoroso, mordedor. Por entonces, a mis ¿seis? años, ya sabía que Dios no me había dado el don de la pelota. Pero era distinto contigo. Siempre ha sido distinto. El partido iba cero a cero y vi -lo veo ahora- cómo dribleaste a varios papás y amigos, cómo llegaste al área y pateaste con todas tus fuerzas. Fue un golazo histórico. Desde allí te admiré más.

El segundo momento tuvo un escenario distinto: el Centro de Lima. Caminábamos (te gusta mucho caminar, como a mí) y, aunque no recuerdo el porqué, empezaste a darme una clase sobre psicología y las leyes de Mendel. No sé cómo llegamos de la psicología a las leyes de Mendel. Pero sí que yo tenía ocho años y te escuché con atención, con mucha atención y ganas de aprender. Tal vez entonces nació mi vocación de profesor.

El último recuerdo tiene que ver con la literatura. Me regalaste Los miserables de Víctor Hugo en dos tomos y me hablaste de un capítulo concreto: “Un corazón bajo una piedra”. Tenía diez años. Sellaste mi destino. Feliz cumpleaños, viejo. Te quiere, Martín.