Una de las ideas esenciales de “La libertad interior”, el estupendo libro de Jacques Phillipe, es que la libertad no solo se ejerce cuando uno escoge algo, sino que también es posible revelarla cuando la persona, voluntariamente, asume un hecho concreto que no le gusta, que le repele, que le hace sufrir y decide abrazar tal circunstancia y sacrificarse por un bien mayor. Por supuesto, en una civilización cristiana, hablar de sacrificio tiene sentido y es comprensible, sin embargo, en un mundo paganizado, donde el relativismo evanescente triunfa por doquier, decirle a la sociedad que hay grandeza en la libertad que se sacrifica es un punto incomprensible, una galaxia enterrada en el polvo del día a día.
Sin embargo, es así. La libertad que se sacrifica por los demás es fructífera, da vida, genera un compromiso basado no en algo circunstancial, momentáneo y etéreo. Tal compromiso tiene vocación de permanencia, aspira a algo trascendente. El sacrificio solo es posible ante algo superior, ante una variable que existe pero que se mide poco, que se valora muy poco y que solemos ignorar. El sacrificio adquiere pleno sentido cuando comprendemos que aquél que se sacrifica lo hace por amor.
Pienso en eso reflexionando sobre la Pascua y el libro de Jacques Phillipe. Un sacrificio como el de Cristo es incomprensible para la razón pero es comprensible siguiendo la lógica inapelable del corazón. Nada nos debía y sin embargo todo nos entregó. Libremente, con la más plena de las libertades, se sacrificó por nosotros, por todos, especialmente por aquellos que no comprenden el valor de su propia libertad. Nuestra libertad está marcada por toda la sangre de Cristo, el Dios que libremente se nos entregó.