La comprensión de los actores políticos para aprender de sus errores requeriría de una  mínima ecuanimidad pero es alarmante como, ante sucesos tan recientes y constantes, los que lideran el Gobierno no han entendido ni tangencialmente lo que requiere el país para aminorar las crisis constantes que nos agobian. Una gestión pulcra, impoluta, sin un rastro de duda no es lo que se está viendo precisamente en las gestiones de Dina Boluarte y Alberto Otárola.

La presidenta juega con fuego al haberle otorgado innecesarias cuotas de poder a su hermano, Nicanor, cuyos allegados pululan en el Estado con órdenes de servicios cuantiosas y a las que no accederían sin los elevados contactos que tienen en la cúpula de la administración pública.

El premier, por su parte, tiene a más de una de las visitantes a su oficina en el mismo baile; féminas beneficiadas con contratos en ministerios, encargos obtenidos bajo el ritmo de la insondable y coqueta amistad forjada, seguramente, a base de marineras norteñas. Ni uno ni otra se dan cuenta que están pegados con babas en las barbas del poder y que el Perú es un país asediado por las vacancias presidenciales. Si no entienden que gobiernan al borde del precipicio y se confían, por ejemplo, en que su alianza con el fujimorismo evitará que  caigan en el abismo de los 87 votos, pues no entienden nada de política.

No basta, tampoco, con el ánimo de sobrevivencia que los anima como si llegar al 2026 fuese suficiente para decir misión cumplida. A este paso, con la delincuencia avasallando todas las estructuras sociales e imponiendo su devastadora ley de gatillo y muerte, es difícil que este régimen llegue a finalizar su mandato. Es hora que desciendan de su ego y sientan debajo de sus pies la precaria superficie sobre la que están parados.