El Perú está en la lona. El diagnóstico no admite matices: la ineficacia del Gobierno en la lucha contra la corrupción y la criminalidad ha llevado al país a un nivel de descomposición institucional alarmante. Y lo más grave no es solo la inacción, sino la lógica perversa que ha adoptado el régimen de Dina Boluarte: golpear sistemáticamente a las instituciones de justicia y a la prensa. En vez de asumir el reto de gobernar, la presidenta y su entorno han optado por fabricar enemigos artificiales, como si enfrentarse a fiscales o reporteros pudiera ocultar el derrumbe de la gestión pública. Debe ser que por eso el respaldo a la mandataria es nulo. Según la última encuesta de Ipsos, obtiene un 2% de aprobación. Si tenemos en cuenta que el margen de error de 2.8%, tranquilamente puede tener 0% de apoyo. Es histórico. Es el peor gobierno de todos los tiempos.

El escritor peruano José Miguel Oviedo decía que en el “Perú la auténtica revolución es el ejercicio democrático del poder, hablo de usar el Estado para hacer más fuerte a la sociedad y no al revés”.

Hoy, ese principio está invertido: el poder se ejerce para blindar al Ejecutivo, negociar con aliados del Congreso y debilitar al ciudadano. No tenemos una democracia funcional, sino una estructura deformada que administra el caos con cinismo y complacencia.

Y las malas señales alcanzan incluso a quienes deberían ser los garantes del orden. El director de la Policía Nacional del Perú, Víctor Zanabria Ángulo, enfrenta graves acusaciones. Según un reportaje del programa televisivo Panorama, éste habría protegido a la minería ilegal y filtrado información a bandas criminales en Caravelí, Arequipa. Un presunto testigo protegido ha sido contundente: “Zanabria arreglaba con todos. Sabíamos cuándo subía la PNP y todos fugábamos”. A ello se suman las versiones de haber impulsado falsos estados de emergencia, uno de los métodos más ineficaces —y ahora, sospechosos— que este Gobierno ha utilizado para aparentar control.

La situación es terrible. El Gobierno, lejos de mostrar rumbo o principios, parece encaminarse hacia la deriva, mientras los ciudadanos enfrentan el terror cotidiano de la delincuencia. El escalofriante número de homicidios lo dice todo: 4,463 desde que Boluarte asumió la presidencia, un promedio de cinco asesinatos diarios. La retórica oficial, sin embargo, transita por otra dimensión, una en la que las cifras no importan y los hechos son reemplazados por discursos vacíos. Esta desconexión absoluta entre la realidad y el discurso no hace más que profundizar la desorientación social y la desconfianza generalizada.