En el Perú, las crisis suelen resolverse con brochazos de pintura. Lo vimos con Qali Warma, rebautizado como Wasi Mikuna tras la intoxicación de decenas de escolares. El escándalo fue mayúsculo, pero en vez de asumir responsabilidades y reformar el sistema de compras y control, el gobierno optó por cambiarle el nombre y, finalmente, por decretar su extinción, como una admisión tácita de su incapacidad para hacerle frente a la corrupción enquistada en un programa destinado a alimentar a los niños y niñas más vulnerables del país.
Hoy, la historia se repite con el reclusorio de Maranguita. Tras la fuga de seis internos, la respuesta no ha sido revisar protocolos, seguridad o personal, sino anunciar su traslado a otro distrito. ¿Se arregla algo moviendo el penal de lugar? ¿Se alimenta mejor a los niños llamando diferente al programa? No. Los problemas estructurales no desaparecen con un cambio de rótulo o de dirección. Cambiar solo por cambiar no sirve de nada si no hay reformas reales detrás: cambios en la gestión, supervisión, transparencia y rendición de cuentas.
El Estado debe dejar de maquillar las fallas del sistema con gestos simbólicos. Lo que se necesita es voluntad política para transformar, no para encubrir. Porque lo que está en juego no es una marca institucional, sino la seguridad de todos y la dignidad de los ciudadanos que dependen de estos servicios.