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La selección peruana de fútbol tiene hoy una prueba de fuego y una cita con la historia. La sempiterna rivalidad con Chile hará que el país despierte con camisetas rojiblancas y respire una atmósfera que mezcla el patriotismo con la animadversión. Ciertamente, la compleja relación con el vecino del sur ha trascendido lo deportivo y está anclada en patrones históricos que difícilmente se pueden desconocer. La Guerra del Pacífico dejó una herida abierta que una educación bien encaminada hubiese tenido que cerrar. Han pasado 140 años y no ha sido así. Por una u otra razón, el antagonismo con los sureños se hace latente cada vez que surge una disputa con tendencia a medir la superioridad de uno sobre otro, y las pequeñas victorias son sobredimensionadas y festejadas sin restricciones si la daga se ha hundido sobre la espalda del clásico adversario. Así ha sucedido, por ejemplo, con los Panamericanos 2019, el fallo de La Haya del 2014 o la última esforzada clasificación al Mundial. Del otro lado de la frontera tampoco es que hayan contribuido a amainar las ojerizas, sobre todo con esa malhadada obsesión por apropiarse de esfuerzos ajenos, como el pisco, la chirimoya, el cebiche o el suspiro a la limeña. ¿Cuánto hemos contribuido los medios a exacerbar estos ánimos? Seguro que mucho, pero no han sido pocas las voces ponderadas que buscaron llevar la disputa a su exacta dimensión. Las rivalidades, en sí mismas, no tienen por qué ser malas si no se llevan a extremos ni se mezclan con estímulos patrioteros. La relación con Chile debe ser de respeto, amistad y cooperación porque -entre otras cosas- el vecindario es inamovible, y la convivencia, obligatoria. No es una novedad tampoco que hay mucho por ganar con la integración económica y comercial, sumando esfuerzos y homogenizando prioridades. Sin embargo, será inevitable que los triunfos -o las derrotas- se disfruten o lamenten el doble si de Chile se trata. Es y será siempre así porque son clásicos, y los clásicos no se juegan, los clásicos hay que ganarlos.