GF Default - Imported ANS Video id=8fad72e5-655c-428e-943a-9ce73bbf09d3
GF Default - Imported ANS Video id=8fad72e5-655c-428e-943a-9ce73bbf09d3

La naturaleza de los conflictos sociales no solo en el Perú, sino también en el mundo, debe encuadrarse en lo que Moisés Naim denomina el Fin del Poder. Dicho autor señala que “en el mundo el poder está cambiando de manos: de grandes ejércitos disciplinados a caóticas bandas de insurgentes, de gigantescas corporaciones a ágiles emprendedores, de los palacios presidenciales a las plazas públicas. Pero el poder también está cambiando en sí mismo: cada vez es más difícil de ejercer y más fácil de perder”. Por lo tanto, los actuales líderes tienen menos “poder” que sus antecesores.

Naim describe una serie de procesos que erosionan las antiguas barreras establecidas en el juego tradicional del poder y en su concepto son tres: “En primer lugar, la revolución del más: cada día somos más habitantes, vivimos más años, en una economía más grande, con más tecnología, más clase media y mayor bienestar material; segundo, la revolución de la movilidad: todo viaja, las ideas, el dinero, la gente, los productos, los servicios, las crisis, las pandemias; y finalmente, la revolución de la mentalidad: los valores, las expectativas, las aspiraciones y el control del poder que hasta entonces otros ejercían está cambiando”. Para Naim, la lucha actualmente es entre los grandes actores antes dominantes y los nuevos micropoderes que ahora les desafían en todos los ámbitos de la actividad humana, proceso que afecta a las democracias en vías de institucionalización aún, como es el caso de Perú, y que no se soluciona con activismos “declarativos” de entidades burocráticas, como la denominada Oficina de Diálogo y Sostenibilidad.

En ese contexto, el proyecto minero Las Bambas, donde “comuneros” pretenden 6 millones de dólares por uso de la vía carrozable y 5 mil soles por cada camión que transite por vía pública como antes sucedió en Conga, Tambogrande o Tía María, nos debe llevar a reflexionar sobre la debilidad institucional no resuelta de nuestra democracia en los últimos 16 años, cuyos representantes nacionales, regionales y locales son desbordados por dirigentes políticos marxistas, neomarxistas, “ambientalistas”, camuflados en la manipulación de reivindicaciones sociales, seguramente justas en muchos casos. Generalmente, estos actores políticos no ganan elecciones, pero con o sin victoria en las ánforas, erosionan la democracia. Pueden hacerlo desde fuera del sistema, pero ya demostraron que pueden hacerlo también desde adentro.

En ese ámbito, ningún partido o grupo político democrático por sí solo tiene el patrimonio de la verdad. La verdad nace de la diversidad del consenso. Ningún partido o clase social, de manera exclusiva o excluyente, puede conducir a la sociedad por ruta del desarrollo económico y social. Esta es una dura lección que aprendieron los peruanos frente al terrorismo, así como de las crisis económicas que sufrieron en las décadas del 70, del 80 así como en los primeros años de los 90 en el siglo pasado. A partir de esas experiencias se deben construir consensos democráticos para coadyuvar a un crecimiento económico sostenible con inclusión social. ¿Cómo hacerlo? ¿Por dónde empezar? ¿Podemos resolver las protestas sociales con una débil institucionalidad y con partidos políticos nacionales ausentes en la intermediación regional y local? Por supuesto que no.

En principio, es necesario emprender integralmente reformas al sistema electoral y de partidos políticos para que puedan funcionar. No funcionan las reformas parciales.

Pero con eso no basta. Es necesario institucionalizar con decisión otras reformas de segunda generación del Estado peruano a nivel nacional, regional, provincial y distrital, especialmente en los siguientes ámbitos: educación; salud; seguridad ciudadana; y administración de justicia, especialmente en esta última, en la que debe primar la seguridad jurídica y la predictibilidad en la resoluciones judiciales.

El peor daño que se le puede hacer a los ciudadanos es que su Estado tenga muchísimas actividades, las haga mal y brinde pésimos servicios, cuando lo importante es que con los recursos recaudados provenientes de la riqueza que genera la sociedad, sea eficiente en las funciones que realiza, así sean pocas. Se necesita entonces un Estado de Derecho al servicio de los ciudadanos y no al revés.