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Mario Vargas Llosa ha sido y será por mucho tiempo el intelectual que más prestigio internacional le ha dado a nuestro país. Su indiscutible legado lo convierte en una leyenda viva de las letras hispanoamericanas y un ejemplo vigente de lo que puede llegar a surgir de una nación pobre, aún subdesarrollada y con elocuentes carencias educativas como el Perú. Pero MVLl será también siempre para el Perú un personaje controvertido a partir de su polémica participación política de 1990. Al escritor, el caer derrotado frente a Alberto Fujimori condicionó por siempre su sindéresis y tergiversó la prudente distancia que debe separar al intelectual del político. Por esa arraigada animadversión, el Nobel se convirtió en un despechado activista del antifujimorismo, lo que lo llevó a erigirse como un entusiasta promotor de las cuestionadas candidaturas de Alejandro Toledo (2001), Ollanta Humala (2011) y Pedro Pablo Kuczysnki (2016). Su respaldo fue, en todos los casos, decisivo, y ahora sabemos ampliamente los resultados de esas gestiones y las acusaciones de los vínculos de esos políticos con la corrupción, que ahora son exhaustivamente investigados por la Fiscalía. Ante eso, ¿hizo MVLl un mea culpa? ¿Ofreció el atisbo de una disculpa por inducir al elector a elegir a autoridades inmersas después en sospechosos actos delictivos? ¿Se consideró en algo responsable de haber impulsado a políticos con esa estatura moral? Nada de nada. Vargas Llosa nos deleita cada vez que visita el Perú con su versatilidad literaria, sus ingentes y universales conocimientos de todas las esferas culturales y sus ensayos verbales cargados de fragor e intensidad, pero cuando se refiere a temas políticos, solo prevalece su antifujimorismo. No obstante, el papel ominoso que cumplió en la historia política del país es algo que, igual que sus méritos y laureles, nunca se va a borrar.