De acuerdo con la ciencia política, el ejercicio del poder no es estático sino dinámico, ocupa espacios vacíos; es decir, si el titular decide no ejercer sus competencias otra persona o institución terminará tomando su lugar; pero en un estado constitucional de derecho se trata de una afirmación que resulta incompatible bajo el principio de separación de poderes. El interregno parlamentario, iniciado con el decreto de disolución, produjo la ausencia de control político durante casi seis meses.

Con la instalación del nuevo Congreso se debe, por tanto, recordar que los congresistas no están sujetos a mandato imperativo, es decir, nadie puede imponerle una agenda de trabajo y prioridades en su accionar. Sin embargo, en la práctica, la Comisión Permanente, como garante de la separación de poderes durante el interregno, fue objeto de erróneas interpretaciones que menoscabaron sus funciones, responsabilidad y peso político antes de elegir e instalarse un nuevo Congreso.

Al final del interregno, de lo que se trata es recuperar los fueros parlamentarios. El capítulo de la disolución no culmina con las elecciones congresales del pasado 26 de enero, sino con la presentación del primer ministro para exponer las acciones realizadas durante la ausencia del pleno, solicitando al final una cuestión de confianza para su investidura.

Si bien la disolución está prevista constitucionalmente y procede, una vez cumplidas las condiciones formales establecidas, su aplicación ha dejado varias sombras y riesgos para el futuro ejercicio de la democracia; por ejemplo, asumir que existe un rechazo fáctico a la cuestión de confianza, o decidir corregirla mediante una enmienda constitucional, así como reconocer expresamente que el titular de la Comisión Permanente es el Presidente del Congreso, son dos interrogantes que demandan una profunda revisión, teniendo en cuenta que el Tribunal Constitucional sin unanimidad declaró infundada la demanda competencial.

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