De las tres funciones independientes del poder, la judicatura posee una singularidad. A diferencia del Legislativo y el Ejecutivo, la función judicial reposa su autoridad en un saber socialmente reconocido para administrar justicia y dar a cada uno lo suyo. El Ejecutivo, a través de su potestad, hace “cumplir y hacer cumplir las sentencias y resoluciones de los órganos jurisdiccionales” (artículo 118.9 CP). Por otro lado, si bien el grado de relación entre el gobierno y la Asamblea Legislativa configura los regímenes parlamentaristas, presidencialistas o el semipresidencialismo, entre otros, la judicatura permanece al margen de sus dinámicas constitutivas.

El juez tampoco busca protagonismo ni conserva capital político alguno. Debe operar con la mayor discreción posible, como el árbitro en un partido de fútbol: aparece solo para sancionar infracciones durante el juego; incluso con el uso del VAR, medio para confirmar sus decisiones, ilustra su vocación técnica y no mediática.

A diferencia de los mandatos fijos de presidentes, ministros o legisladores, su continuidad en el tiempo fortalece una justicia estable, predictiva, imparcial y profesional. Para culminar, su distancia del poder político, el carácter técnico y la continuidad temporal, “mientras observen buena conducta”, como establece la Constitución estadounidense de 1787 (artículo 3.1), dotan a la judicatura de una legitimidad particular. Se trata de unos rasgos que refuerzan el equilibrio democrático y garantizan que las reglas del juego se apliquen igual para todos.