En el contexto electoral actual se identifican al menos cuatro perfiles de candidaturas presidenciales. El primero corresponde a figuras tradicionales con trayectoria partidaria, propuestas estructuradas y respaldo económico. Aunque enfrentan un claro declive por la pérdida de bases políticas, sobreviven gracias a estructuras formales, historia partidaria y militancias disciplinadas, pese a sus crisis internas.

El segundo grupo está compuesto por candidatos que, tras múltiples intentos fallidos, han logrado consolidarse como congresistas. Su experiencia legislativa y capacidad de adaptación les otorgan influencia en la escena política.

El tercer perfil lo representan los llamados candidatos populistas o “aventureros”, quienes, mediante partidos improvisados y alianzas independientes, apelan al descontento social con discursos de alto impacto mediático, pero escasa coherencia ideológica. Finalmente, un cuarto grupo está conformado por el progresismo, la minería informal y el narcotráfico que, actuando desde los márgenes del sistema, enfocan sus campañas en el interior del país y cuentan con recursos económicos.

Este escenario conducirá a un Parlamento más fragmentado, con bancadas inestables que operan con fines particulares y poco transparentes. Esta fragmentación refleja no solo una crisis de representatividad, sino también la consolidación de una institucionalidad paralela, marcada por la informalidad y, en ciertos casos, por redes ilegales. Un sistema electoral que no solo reproduce la diversidad del país, sino también evidencia fracturas estructurales que complican la futura gobernabilidad y construcción de consensos.