No son tiempos de reflexión ni de paz. La agitación política y la violencia en las calles se han vuelto parte del paisaje cotidiano de un país que parece condenado a arrastrar una cruz que no eligió, pero que carga con resignación (hasta el momento). La Semana Santa, que debería ser una pausa de recogimiento espiritual, se ha transformado en un espejo doloroso de nuestra realidad: un vía crucis colectivo que revela, con cada paso, la incapacidad y codicia de quienes dicen gobernarnos.

Mientras la ciudadanía enfrenta un clima de inseguridad, temor y carencias, desde Palacio de Gobierno se proyecta una imagen de calma que no se condice con lo que ocurre en las calles. Para la presidenta Dina Boluarte y sus ministros, pareciera que el país avanza en dirección al paraíso. Pero desde donde camina el pueblo, solo se vislumbra el Gólgota.

Este contraste entre el discurso oficial y la experiencia diaria de los peruanos profundiza una brecha. Semana Santa nos recuerda a un hombre que fue torturado y sacrificado, que renunció al bienestar personal por una causa mayor. Y si bien su historia es una fuente de fe y esperanza para millones, en el Perú contemporáneo parece repetirse, por ahora, como una cruel alegoría: renunciar a la felicidad, al progreso y a la justicia se ha vuelto, tristemente, parte del contrato social no escrito. ¿Habrá una salida desde el 2026?