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Cuando afirmamos que la corrupción en el Perú es un cáncer, no decimos la verdad completa. La corrupción en el Perú es un cáncer metastásico, tan incontenible y agresivo que pone en riesgo la vida del país, lo subyuga y lo envilece. Sin embargo, la experiencia dice que crear organismos “especializados” para combatir este flagelo no es la quimioterapia adecuada. En julio de 2001, el fallecido Valentín Paniagua inauguró la Iniciativa Nacional Anticorrupción (INA), que le presentó a su sucesor, Alejandro Toledo, un informe con recomendaciones. En octubre de 2001, el líder chakano designó a Martín Belaunde Moreyra como “zar” de la Comisión Nacional de Lucha contra la Corrupción. En octubre de 2007, Alan García pone a Carolina Lizárraga al frente de la nueva Oficina Nacional Anticorrupción (ONA). En 2013, Humala tira al traste todo lo anterior y crea la Comisión de Alto Nivel Anticorrupción, con los mismos objetivos que las anteriores. Ante todo esto, ¿debemos descorchar champaña, ordenar redoble de tambores o alistar fuegos artificiales por la nueva Comisión Presidencial de Integridad creada por PPK?

Tal vez, más que pensar en organismos grandilocuentes, sería bueno dedicar todos nuestros esfuerzos a que algunos de los que ya existen funcionen: las procuradurías, fiscalías y juzgados anticorrupción; así como la Contraloría, el CNM o las inspectorías de la PNP y las FF.AA. Tal vez deberíamos empezar con los colegios, enseñando a nuestros hijos que la ética y la moral son principios innegociables y decisivos, y que renunciar a ellos es acelerar el proceso

evolutivo que nos convierte en buitres urbanos, pirañas de la sociedad. Tal vez deberíamos empezar reconociendo en lo que caemos cuando coimeamos a un policía. 

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