Luiz Inácio Lula Da Silva y Claudia Sheinbaum, los presidentes de Brasil y México, respectivamente, representan la despreciable manifestación de la inmoralidad política que se expande en Latinoamérica.

A los líderes de estos dos países no les ha importado en lo absoluto proteger a dos mujeres inmersas en el fango de la corrupción y otorgarles el asilo solo por una afinidad ideológica. Es más execrable en el caso de Nadine Heredia pero lo de Lilia Paredes no deja de ser abyecto pues la esposa del golpista y sus hermanos cobraban dinero del erario público, según una investigación en proceso que deberá arribar a una condena. Pero a Sheinbaum, como antes a AMLO, solo le interesa defender a las sanguijuelas que se deslizan por los acantilados pantanosos de la izquierda.

De Lula no se esperaba menos. Alquilaba candidatos desde el Partido de los Trabajadores y luego los sometía a sus designios empresariales, aliados con Odebrecht, una vez que asumían la presidencia. Con ese modus operandi delictivo captó a Ollanta Humala y a Nadine Heredia en 2011. Tras la reciente solicitud de asilo, era evidente que no se lo podía negar a la pródiga cómplice de la sucia trama de Lava Jato.

¿Por qué Brasil y México, los dos más grandes de Latinoamérica, eligieron a presidentes cuya inmoralidad es tan vergonzosamente manifiesta? ¿Ha ingresado el votante de Latinoamérica a ser comparsa de una degradación moral que no identifica?

Difícil saberlo, pero será un aspecto a tener en cuenta en la elección nacional de 2026. Elegir a un amoral -de izquierda o derecha- sería la primera piedra de un nuevo fracaso institucional, el inicio de un quinquenio perdido, un deicidio, del Dios de la moral, que no nos podemos permitir.