La ministra de Cultura, Leslie Urteaga, ha emprendido una cruzada necesaria y valiente a la que el resto del Poder Ejecutivo debería brindar más apoyo. Durante años, la Dirección Desconcentrada del Mincul en el Cusco fue la responsable de la venta de boletos de ingreso a la ciudadela de Machu Picchu, y como casi todo acto administrativo de gestión en el Perú, el mecanismo ha devenido en un esquema de corrupción en el que participan agencias de turismo, integrantes del gobierno regional, operadores locales y gremios asociados a la ilegalidad. Por supuesto, la izquierda radical también mete allí sus narices como operadora de intereses subalternos y políticos, que coinciden con el añorado regreso de Pedro Castillo al poder. Pero el Gobierno de Dina Boluarte, como todo lo que hace, no ha sido firme en la defensa de los intereses del país. Nadie ha salido a explicar cómo se mueven estas mafias, cómo han operado todo este tiempo y por qué no les conviene que un ente técnico, prístino y digital se encargue, como se hace en todos los países que albergan a maravillas mundiales, de la venta directa y sin intermediarios de los boletos a la ciudadela. No ha divulgado por qué los oriundos, asociados a un esquema vil, quieren seguir lucrando por lo bajo, vendiendo las entradas por encima de su valor real y aprovecharse del turista, nacional o extranjero, aferrados a su eterna viveza delictiva. No ha confrontado el errado criterio de algunos cusqueños que creen que solo ellos pueden beneficiarse de un patrimonio que es nacional, recibir sus rentas y embolsicarse sus oscuras regalías. Hay, además, un afán separatista detrás que el Ejecutivo debe enfrentar, primero, desmitificando el forzado sambenito de la privatización y, segundo, imponiendo el orden y la ley, la mano dura si es necesaria, para que ningún turista sea afectado por tan descarada transgresión. Es hora de pararles el tren a la inmoralidad.