Recuerdo que, a los diecisiete años, perdido en una academia preuniversitaria, estudiaba para ser médico porque sentía una revancha urgente por la temprana muerte de mi madre debido al cáncer. En el fondo, sabía que la Medicina no era mi camino y, como la mayoría de adolescentes, no encontraba mi lugar en el mundo. Hasta que leí “La ciudad y los perros” de Mario Vargas Llosa, en una edición de segunda mano, comprada en Amazonas a diez soles, de portada marrón y sin ningún diseño más que el título y el nombre del autor. En esa novela, encontré una libertad para, por fin, saber a qué me dedicaría por el resto de mi vida. Tuve la fortuna de toparme con un libro que me convirtió en un lector maravillado y que me mostró una realidad que ignoraba en mi cotidianidad: la lucha contra el lado infame del poder, en sus innumerables formas, una batalla destinada a la derrota pero que valía la pena pelearla. Descubrí la vitalidad que me faltaba para salir de ese agujero oscuro que no podía nombrar y que luego pude observar temerario con ira, miedo y asco, a través de las palabras, de la literatura. Pienso, a menudo, que el asombro es el mejor legado de las obras literarias y que, como escribió Lorrie Moore, la ficción hace que nos volvamos a interesar en nosotros mismos; con los libros, empecé a aferrarme a la idea de que la existencia no siempre será un absurdo, que tiene una complejidad digna de mirarse, para cuestionarla y reinventarla con el lenguaje. Las novelas de Vargas Llosa llevan la realidad social e histórica a una complejidad que nos permite ver, como un rizoma, las extensiones oscuras y honorables del ser humano, las experiencias nobles y terribles, los deseos incandescentes y rotos, la irreverencia y también la resignación, el fracaso y su luz ambigua. Vargas Llosa nos definió con una pregunta “¿En qué momento se jodió el Perú?”, la más famosa de “Conversación en La Catedral”, el monumental libro que brilla desde la estructura y que muestra cómo la sombra omnipresente de la dictadura lo arruina todo. Jodidos, Zavalita, pero tercos, como el quijotesco Toño Azpilcueta, con una esperanza cursi de que la música criolla, la guitarra de Lalo Molfino, el arte popular, nos pueda unir de verdad. Y si no, al menos queda nuestra huachafería, triste y dulce, tan peruana. Mario Vargas Llosa murió a los 89 años, y nos queda el consuelo de su legado literario, que todavía resiste muy bien al tiempo y que lo mantendrá, sin lugar a dudas, dentro de la gran historia de la literatura.